6.4.09

No es ningún delito


La noche del 25 de marzo tuve un sueño extraordinario. Me veía en una gran sala de una casa vacía, enteramente blanca y completamente iluminada por el sol. Lo único que había allí era una gran “manga” -llamémosla así- como de hule que, suspendida en el aire y atravesando la sala de punta a punta, hacía las veces de “intestino”. Si bien se trataba de mi propio intestino grueso -o una réplica de éste-, tenía el aspecto de una larguísima guirnalda blanca, brillante e impoluta. Recuerdo haberme preguntado qué hacía yo allí, por qué creía haber sido despojada de mi instestino, y en ese caso, por qué no sentía ningún dolor.
Fue cuando apareció Tina Lindhard, que iba vestida de blanco y había venido para realizar algún trabajo de sanación. Tina y yo nos conocemos desde hace algunos años; ella es instructora de meditación arkadhyana, una mujer singular. Por alguna razón, supe que estaba allí para drenarme. Es decir, para drenar el instestino de hule, haciendo pasar a través de él una manga algo más estrecha, que fuera “barriendo” toda impureza de su interior. Algo que me pareció a todas luces innecesario ya que el intestino estaba vacío, y al menos en apariencia, no había nada que limpiar. Algo que en la vida real podría resultar además en extremo doloroso y que, insisto, a mí no me producía ningún dolor.
Lo siguiente que recuerdo es haber salido de aquella casa. El sol brillaba en lo alto, era pleno mediodía. Marché por la acera rumbo a una tienda, no siendo yo, porque tanto mi aspecto físico como mi estado de ánimo habían cambiado de forma significativa. Mi manera de andar no era la de un ser humano: ya no era un ser humano. Si bien tenía una forma antropomorfa, mi estructura física había sufrido algunas alteraciones. Para empezar, era mucho más ligera, mis brazos más cortos, y mis piernas, más que andar pesadamente, caminaban deslizándose a ras del suelo. Lo curioso es que andaba con mucha rapidez, como ciertas mujeres orientales -las geishas-, llevando las manos juntas en posición Namasté, con las puntas de los dedos hundidas bajo el mentón.
Sin embargo, no era ninguna geisha. Me miré a mí misma y ví que llevaba una larga túnica color morado, de tela pesada pero fina. Me vi desde otro espacio que no puedo determinar, siendo una criatura calva de piel grisácea, rasgos humanoides, y asexuada. Sentía la luz del sol en las partes descubiertas de mi cuerpo, y una paz que no recuerdo haber experimentado nunca. El ser que era yo en ese momento no tenía el más mínimo asomo de maldad. Era puro.
Al llegar al final de calle, noté que Tina estaba en la tienda sacando fotocopias. Evidentemente, la mujer impartía un curso, y yo había ido en su busca para pedirle una (he estado en muchos de sus cursos, sin embargo nunca me he sentido una extraterrestre).
Entonces, de repente, se hizo noche completa. Ya no era esa calle, y ya no era esa tienda, y era probable que Tina no hubiera estado ahí jamás. He estado en el campo docenas de veces -aquí, fuera de aquí, y en distintos lugares de Argentina-, pero nunca he visto y sé que no veré nunca, un cielo como ése. Millones y millones de millones de estrellas, una junto a la otra, de distintas magnitudes y colores, en movimiento, en espiral, estrellas fugaces, grupos de estrellas, estrellas danzantes. Al este, un puñado de estrellas desbocadas y enormes destacaban sobre el resto formando una constelación dialogante. Era como si el cielo tuviera una cremallera y se hubiera abierto para mí, como si debajo de cualquier cielo estrellado, anodino, hubiera un mundo repleto de vida dialogante con todas las especies del universo. Más que cielo, aquello parecía una celebración. Algo se celebraba ahí arriba; no sé qué sería, pero algo se celebraba, fijo.
En cualquier caso no importaba, porque yo me sentía en paz, y parte de ello. Etérea. Parte de las estrellas, en otro estado, siendo testigo de algo así como una revelación. Un secreto. Algo que ha estado ahí desde siempre... con la cremallera cerrada.
En algún momento me dí la vuelta y observé que a mis espaldas había gran cantidad de gente mirando en la misma dirección. Sin embargo, no miraban hacia el cielo, sino a la tierra. Al fondo de la noche, a la altura de la tierra, estaba oscuro. Entonces alguien chilló: “¡La policía!¡Que viene la policía!”, y todo el mundo empezó a correr. Yo también miré, pero no vi a nadie. Sin embargo, estaba sola, y sentí miedo, y empecé a correr también.
Salté una valla a través de la noche, y las estrellas desaparecieron.
Trataré de recordarlo para la próxima vez: por mucho que griten que viene la policía, intentaré quedarme donde estaba. No es ningún delito hablar con las estrellas.

3 comentarios:

tula dijo...

Saludos desde el Atlántico norte.....

Fata Morgana dijo...

y por dónde andas??? Por Reykiavik, quizá???

tula dijo...

Pues no, Noroeste español entre España y Portugal, rio Miño.
Olor a mar, viento duro y nubes grises, olor a tierra húmeda, caracoles,lluvia y sol.....
saludos -.
The next week to Graná.